Dos grandes de la oratoria antigua: Demóstenes, griego, y Cicerón, romano.

Cicerón, era muy instruido, con el estudio descolló en toda clase de estilos, no sólo ha dejado muchos libros
sobre la materia, sino que aún en las expresiones escritas para sus polémicas se ve su empeño de mostrar erudición.
Demóstenes apelaba al
compromiso, lejos de toda brillantez y de parecer gracioso. Era diligente en su trabajo, austero, y se irritaba con
frecuencia.
Cicerón se inclinaba por ser pícaro, usando la ironía en los asuntos que requerían cuidado y estudio.
Utilizaba los chistes para sacar partido de ellos dejando de lado el decoro, como en la defensa de Celio, cuando dijo: “No ser extraño que entre tanta
opulencia y lujo se entregara a los placeres, porque no participar de lo que se
tiene a la mano es una locura, especialmente, cuando filósofos muy afamados
ponen la felicidad en el placer”.
Siendo cónsul, quiso mortificar
a Catón y satirizó con amplitud a la secta estoica por sus paradojas, haciendo reír al auditorio y a los jueces, por lo que Catón, esbozando una sonrisa y sin alterarse exclamó: “¡Qué ridículo cónsul
tenemos, ciudadanos!”
Parece que Cicerón estaba formado para
las burlas y los chistes, su semblante era festivo y risueño; mientras Demóstenes se mostraba con severidad y meditación, de la cual no pudo escapar, sus enemigos le tildaban de molesto e intratable.
Demóstenes no gustaba
de las alabanzas propias, salvo si podía convenir para un fin importante, más
bien era reservado y modesto.
Cicerón exageraba su
amor propio, hablaba siempre de sí mismo, tenía una insaciable
ansia de gloria, como cuando dijo: “Cedan las armas a la docta toga, y la corona triunfal a la elocuencia”. No sólo celebraba sus propias acciones, sino también las frases que escribía y decía; gustaba competir con otros oradores antes que atraer y dirigir al pueblo romano: Grave y altivo, poderoso en armas, con sus contrarios era iracundo y fiero.
ansia de gloria, como cuando dijo: “Cedan las armas a la docta toga, y la corona triunfal a la elocuencia”. No sólo celebraba sus propias acciones, sino también las frases que escribía y decía; gustaba competir con otros oradores antes que atraer y dirigir al pueblo romano: Grave y altivo, poderoso en armas, con sus contrarios era iracundo y fiero.
Cicerón se deleitaba
con su elocuencia a diferencia de Demóstenes, quien en su modestia decía que su habilidad no era más que una práctica,
pendiente aún de la generosidad de los oyentes.
La habilidad para
hablar en público e influir en el gobierno fue similar en ambos, hasta el
extremo de valerse de ellos jueces en las armas y en los
ejércitos: de Demóstenes se valió Cares, Diopites y Leóstenes; de Cicerón,
Pompeyo y César Octavio, como éste lo reconoció en sus comentarios a Agripa y
Mecenas.
Demóstenes no obtuvo
cargo alguno de importancia, pues ni siquiera fue uno de los caudillos del
ejército que él mismo hizo generar contra Filipo. Mas Cicerón fue de magistrado
a Sicilia y de procónsul a Capadocia; y en un tiempo en que la codicia abundaba,
dio pruebas de desprendimiento, de mansedumbre y probidad.
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